La noche de George
(…)El miedo (y hasta los hombres más arrojados pueden
tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición
del alma, un espasmo tremendo del pensamiento y del corazón, cuyo simple
recuerdo produce escalofríos de angustia.
El miedo, Guy de Maupassant.
No
había nadie en aquella habitación, sin embargo sentía que no estaba solo. Sus
ojos recorrieron una vez más la oscuridad en busca de aquella presencia no
invitada que lo intranquilizaba. Nada, ni el más mínimo indicio aparte de su
sensación. George tenía tan solo siete años, y una mente propensa a la
imaginación y las pesadillas. <<Los monstruos no existen George, son solo
inventos para dar miedo>> le decía su madre una y otra vez. Su padre era
distinto, en vez de consolarle le reprendía. Si por algún motivo se acercaba a
la cama de sus padres en mitad de la noche diciendo que tenía miedo, su padre se
levantaba de la cama y le decía <<¡Vuelve ahora mismo a la cama!, ¡a
dormir!>>, su madre trataba de tranquilizarle pero el resultado era
siempre el mismo, volver a la cama. George había aprendido aquella lección, ir
a la cama de sus padres en mitad de la noche cuando tenía miedo no servía para
nada.
El viento golpeaba las cortinas con
fuertes soplidos. Éstas, por su parte, se limitaban a resistir las embestidas
produciendo un sonido repetitivo e indiferente, ajenas a todo lo que pudiera
pasar dentro de la habitación a la que protegían de la luz y el viento. Pero lo
peor no eran las cortinas, eran los ruidos. Los ruidos inexplicables que
ocurren en cualquier casa por la noche despertaban su imaginación. Al oírlos
con los ojos cerrados, su mente proyectaba la imagen de un hombre putrefacto,
sepultado entre los cimientos de la pared y arañando las vigas con sus uñas
descarnadas. Sus ojos no tenían párpados, estaban abiertos e
implacables transmitiendo agonía y miedo. Un miedo esencial, en su estado más
puro.
Cerró los ojos con fuerza y apartó
esa imagen de su mente. De nuevo volvió a abrirlos para encontrarse de nuevo
con el mismo cuadro negro. Conocía su habitación de memoria, cada pequeño
recoveco desde el que un par de ojos podían estar al acecho. La cortina seguía
meciéndose ante el furioso viento de la noche.
Una
imagen distinta asomó al lienzo de su mente. Era el mismo cadáver que arañaba
las paredes, pero esta vez había trepado la fachada y estaba allí, detrás de la
cortina, golpeándola y arañándola, intentando entrar para hacerle daño. El
corazón de George comenzó a latir peligrosamente rápido. Sus ojos estaban fijos
en la cortina que se movía una y otra vez mientras el cadáver putrefacto sin
párpados la golpeaba. Tragó saliva e hizo de nuevo el mismo esfuerzo
para apartar el pensamiento. Esta vez le costó más pero funcionó.
Mientras se iba relajando poco a
poco, en su interior permanecía algo indescriptible que lo mantenía tenso.
George se lo imaginaba como una bola negra en su estómago que iba rebotando de
un lado para otro sembrando miedo. Al notarla, ya supo que esa noche le costaría
dormir. ¿Qué podía hacer? Ir a ver a sus padres y que su padre gritara:
<< ¡George deja de decir estupideces, vete a dormir ahora mismo!, ¡a la
cama! >>. Tenía miedo sí, pero aquello acabaría con la primera luz del
día, el enfado de su padre duraría hasta la noche siguiente. Su madre trataría
de consolarlo, pero le mandaría de nuevo a la cama. Como George debía aprender
muchos años después, los padre deben formar un frente común.
El tiempo pasaba lentamente y la
sensación molesta no desaparecía. Su respiración entrecortada se aceleraba a
ratos cuando surgían las imágenes aterradoras en su imaginación. Finalmente, en
el momento álgido en el que parecía que no podría aguantar más, sintió como de
golpe todo su cuerpo se relajaba. Las sábanas, remetidas por debajo del colchón
para que no pasara el frío, se convirtieron en apretadas cadenas que le impedían
sacar los brazos o siquiera moverse. Algo se avecinaba, lo llevaba sintiendo toda la noche, todas las noches de aquella semana, pero ahora era consciente. Sus
pesados párpados se abrieron para vislumbrar la oscuridad que le rodeaba y fue
entonces cuando oyó una voz. Era una voz normal, quizás algo seca, y en el
momento le pareció incluso hasta cordial.
-Hola George-. Su cuerpo trató de
buscar el origen. ¿Quién estaba hablando?, ¿Quién estaba allí en la habitación
con él?
-No intentes moverte George, no lo
conseguirás.- El armario que estaba a la derecha de su cama se abrió lentamente
dejando entrever sus oscuras entrañas, sin embargo allí no parecía haber nada. Tras
el sonido chirriante de la madera se oyó de nuevo aquella voz.
-Sé que tienes miedo George, por eso
estás oyéndome. Puedes hablar George, no tengas miedo.-
El pequeño niño de siete años se
había meado encima. Al darse cuenta de lo que estaba sucediendo recordó que sus padres dormían en la habitación contigua y gritó con todas
sus fuerzas.
-¡Mamáaaaaaaaaaaa…!-
Su grito le pareció alto y claro, un
sonido que se habría oído fácilmente en cualquier lugar de la casa e incluso
del edificio. Pero de nuevo la voz tomó el turno de palabra con una potencia
mucho más alta que cualquier grito. Esta vez era una voz infrahumana, que
resonó por la habitación y caló en el alma del pequeño niño.
-¡Deja de gritar George!, tus padres
no pueden oírte. Ahora estás sólo conmigo.- George estaba hiperventilando.
Sentía un ligero mareo que se acentuaba cada vez más. A lo largo de su muslo el
pijama empapado de orina caliente empezaba a irritarle la piel. Se sentía
desvanecer. Su mente, incapaz de encontrar una explicación, parecía hablar por sí
sola, haciendo resonar las mismas palabras una y otra vez: <<Cuando la
gente está muy asustada se desmaya, eso quiero yo, desmayarme y morir para que
todo esto acabe>>. Del armario salió un ruido seco. Parecía el de un
animal atrapado que luchaba por salir aún sabiendo que sus esfuerzos serían
inútiles. George miraba fijamente el negro intenso del interior,
quería ver qué era eso, saberlo no le ayudaría, pero su mente buscaba una
explicación que el niño no deseaba comprender.
De pronto notó como pequeños
fragmentos de pared le caían contra la cara como la lluvia durante las
tormentas. Se giró bruscamente y vio unos dedos huesudos y de uñas largas que
escarbaban desde dentro de la pared hacia afuera, luchando por salir. Producían
un sonido agudo y desagradable, al pequeño George le recordó al sonido que
hacía una tiza chirriante contra la pizarra. Comenzó a gritar de nuevo, aunque
sabía que sus gritos no servirían de nada. Las sábanas y el edredón estaban más
tensos que nunca abrazándole tan fuerte que seguía sin poder mover su cuerpo a
pesar de que utilizaba todas sus fuerzas. Un enorme trozo de pared cayó sobre
la cama y una mano putrefacta llena de heridas y pústulas quedó liberada. Con
una parsimonia peligrosa la mano liberada comenzó a arañar la pared que seguía
derruyéndose lentamente dejando a la vista más y más de la otra mano que
comenzaba a liberarse de su atadura de cemento. George solo podía observar y
gritar.
De ambos huecos de la pared salían
ahora dos manos enteras con el yeso acumulado debajo de las uñas inertes. Ambas
se retiraron y a través de uno de los huecos George le vio. Era un cadáver seco
y decrépito. Sus horribles facciones se mostraban amorfas y retorcidas como una
enredadera que se enrollara sobre sí misma. Fue entonces cuando un horrible ojo
amarillo con una pupila tan negra como la noche asomó por el agujero y miró a
George.
-Te veo George, te veeeooooo…- La monstruosa voz lo estaba cantando y, aunque no le veía la cara, George supo que estaba sonriendo, anticipándose al
delicioso bocado que le esperaba. Eso fue lo último que vio el pequeño antes de desmayarse.
A la mañana siguiente el sol salió
tan brillante que parecía apartar las nubes de tormenta de la noche anterior.
George y Lisa King se levantaron a las nueve, como cada sábado. Pero aquel día
habían planeado algo especial. Se llevarían a George al campo, a ver la nieve.
Su pequeño hijo aún no tenía ni idea, pero ambos creían que le gustaría el plan
y, de paso, que se cansaría, lo que le vendría bien para dormir. Las últimas
semanas George había estado pasando mucho miedo por las noches. Cuando Lisa le
había comentado el problema a su marido este le había respondido: << Qué
más da Lisa. Es un niño. Los niños siempre pasan miedo y hay que enseñarles a
dominarlo. ¿Qué mejor manera de dominar el miedo que enfrentándose a él?, si
aprende que noche tras noche no ocurre nada en su habitación dejará de tener
miedo>>. Lisa encontró el argumento razonable y no hizo nada. El joven
matrimonio se duchó, se vistió y sacó la ropa de abrigo y las botas para ir al
campo. Todo estaba listo, ahora solo quedaba darle la sorpresa.
Con una sonrisa en el rostro ambos
cónyuges se dirigieron al dormitorio de su pequeño hijo y abrieron la puerta.
George dormía plácidamente. A Lisa le encantaba ver dormir a su hijo. La hacía
sentirse madre, la protectora de su pequeño. George padre se acercó a la cama
de su hijo y, besándole en la frente le dijo: -Despierta hijo, tu madre y yo
venimos a darte una sorpresa-.
Cuando el pequeño volvió a abrir los
ojos, creyó por un momento que había muerto y que aquello era el cielo. ¿Qué
había ocurrido anoche?. Recordaba imágenes horribles en diferentes partes de su
habitación, pero nada concreto. Sobre todo recordaba una sensación, miedo,
mucho miedo. La persiana estaba subida y no hacía ruido; el armario estaba
cerrado y no surgía ningún grito monstruoso, y lo más importante; la pared
estaba perfectamente. Allí no había ocurrido nada. Todo había sido un mal sueño
que le había parecido muy vivido, nada más. Entonces vio a su padre. –Hijo,
mamá y yo hemos pensado que nos vamos a ir a dar una vuelta por el campo, ¿qué
te parece?. Puedes llevarte tu trineo y tirarte por las pendientes y también
podemos hacer una guerra de bolas de nieve, lo que tú quieras.-
¡El campo con nieve! A George le
encantaba. Una sonrisa asomó a su rostro. Ya se había olvidado de todo lo que
había soñado la noche anterior. ¿Qué más daba eso ahora? Se iba a la nieve.
Entusiasmado George abrazó a su padre gritando -¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!...- mientras
Lisa miraba a sus dos hombres de la casa con una sonrisa en el rostro. La
familia King se preparó para ir al campo y, cinco minutos después de que
llegara la asistenta, se habían marchado para pasar un día a lo grande.
-Haga usted la habitación de George
y luego limpie un poco el salón Flor, no se preocupe demasiado y márchese
pronto que seguro que tiene cosas mejores que hacer que estar limpiando por
aquí- Le dijo Lisa King a su asistenta.
La
mujer sudamericana con una sonrisa en el rostro le respondió: -Como usted quiera
señora, pasen un gran día-. Flor comenzó la faena. Lo primero que haría sería
hacerle la cama al pequeño George. Quitó las sábanas y el edredón y el intenso
olor a orina no le impresionó. Según le había dicho Lisa, George estaba pasando
malas noches y desde que ella iba a limpiar a la casa de los King (desde hacía
más o menos 2 años) George solía mojar la cama al menos una vez por semana. Que
las sábanas estuvieran manchadas no era lo extraño. Lo extraño fue que, al
retirar la sábana, miles de pequeños fragmentos de pared cayeron al suelo. Flor
los recogió y miró la pared. No parecía que hubiese ningún agujero. Apartó la
cama en busca del lugar de donde habían salido aquellos diminutos trozos y encontró
un minúsculo agujero en cuyo interior solo se vislumbraban tinieblas. Cuando
Flor miró por el agujero creyó oír una risa cruel.
Uff, nunca he leído a Stephen King, pero esto da una sensación de angustia y yuyu flipante. Es acertado que hayas escogido a un niño como protagonista para aumentar la sensación de indefensión. Me olía el final, pero me ha gustado :)
ResponderEliminar